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Futbolista : el trabajador olvidado

Actualizado: 29 mar



En el imaginario colectivo, el futbolista ocupa un lugar ambiguo: es ídolo y blanco fácil, héroe y villano, privilegiado y a la vez, desechable. Se le exige entrega total, rendimiento constante, lealtad absoluta. Pero rara vez se lo nombra como lo que es en esencia: un trabajador.


A veces esto es olvidado, porque el escenario deslumbra: estadios llenos, cámaras, gritos, camisetas con su nombre. Pero debajo de todo eso, hay alguien que cumple horarios, firma contratos, entrena aunque no tenga ganas, rinde bajo presión, responde a jefes, a planes, a resultados. Vive evaluado, y carga con el temor —muy real— de perder su lugar si no rinde. Eso también es trabajar. Solo que en su caso, todo sucede a la vista de todos, sin márgenes de error y sin derecho a bajar la guardia. Y sin embargo, lo seguimos tratando como si solo jugara.


Decir que el futbolista es un trabajador puede parecer obvio, pero no lo es. Porque cuando esto se olvida, también se borran sus derechos, su contexto, su humanidad. El espectáculo, el dinero, la fama, muchas veces nublan la mirada de quienes consumen el fútbol desde afuera. Y así, se instala la idea de que el jugador está “más allá” de lo que afecta a los demás simples mortales : no necesita que lo apoyen, que lo escuchen, que lo comprendan. Después de todo, hace lo que ama, y le pagan por ello. ¿Qué más podría pedir?


La respuesta es simple: podría pedir lo mismo que cualquier trabajador. salario a tiempo, un entorno saludable, estabilidad emocional, un acompañamiento real ante los vaivenes de una carrera profundamente inestable. Porque aunque pocos lo digan, en el fútbol no todo es como parece. La mayoría de los jugadores no vive en mansiones ni cobra cifras millonarias. Muchos atraviesan meses sin recibir su sueldo, juegan sabiendo que el club les debe dinero, o esperan una transferencia para poder sostener a sus familias. Y aun así, deben seguir rindiendo, sin mostrar debilidad, sin perder el foco, sin bajar la cabeza. Esto, que en el fútbol se ha naturalizado, sería inadmisible en otros ámbitos laborales. ¿Qué pasaría si un empleado bancario no cobrara durante tres meses, pero aun así se le exigiera que cumpla objetivos y que represente la imagen de la empresa sin fallas?


La llegada de un futbolista al mundo laboral profesional

En muchos casos, su recorrido empieza desde la infancia, en academias y divisiones juveniles, siendo observado, evaluado y muchas veces exigido como si ya fuera adulto. A diferencia del trabajador convencional, que accede al mundo laboral tras años de estudio o formación técnica, el futbolista puede incursionar al alto rendimiento desde muy temprano, muchas veces sin red. Su “formación” se reduce al rendimiento deportivo. No se enseña a perder, a tomar decisiones, a manejar presiones. Y cuando la oportunidad llega, muchas veces lo encuentra sin preparación emocional, educativa ni financiera. ¿Lo están formando realmente para ser un profesional completo? ¿O solo para sostener un sistema que lo necesita mientras rinde y lo descarta cuando ya no?


En el fondo, el jugador llega al mundo laboral cargando más que sus propias expectativas. Carga también con las historias que otros proyectan sobre él. El hincha que exige que represente su pasión. El periodista que lo convierte en titular de un discurso. El sponsor que lo ve como una marca viviente. El jugador se convierte en símbolo. Y lo simbólico pesa más que lo real. Ya no se espera solo que juegue bien. Se espera que sostenga identidades ajenas, que sea un reflejo de lo que otros necesitan creer.

Pero hay algo aún más complejo: en este oficio, ni siquiera el jugador decide si va a jugar. Aunque entrene, aunque esté en forma, aunque haga todo bien, la última palabra la tiene otro. Si el técnico no lo convoca, si el dirigente lo bloquea, si el entorno no lo favorece, no juega. Su rol está atravesado por decisiones ajenas, y esa falta de control sobre su propio destino genera una tensión emocional constante, difícil de ver desde la tribuna.


A eso se suma la exposición. En ningún otro trabajo el rendimiento está tan sujeto al juicio público de miles de personas en tiempo real. Cada pase errado, cada gesto, cada gol fallado es analizado, viralizado, convertido en motivo de burla o de enojo. El trabajador futbolista no tiene margen de error sin ser juzgado. Y, sin embargo, se le exige que no se afecte, que no se frustre, que no se desconcentre. Que siga.


La carrera del futbolista, además, tiene una duración limitada. Comienza temprano, y suele terminar antes de los cuarenta. Muchos se retiran sin saber quiénes son fuera del fútbol. Sin herramientas para insertarse en otro ámbito. Sin formación paralela, sin contención emocional, sin una estructura que los sostenga cuando dejan de ser útiles para el sistema.


Para ir terminando esta reflexión, quiero que se entienda que esto no es una queja, ni un intento de victimización. Es una invitación a mirar más profundo. A correr el manto de la idealización y entender que el fútbol, por más pasión y mística que genere, también es un mercado laboral. Uno que muchas veces romantiza el sacrificio y naturaliza el desgaste. Uno que pide esfuerzo sobrehumano sin ofrecer siempre condiciones dignas. (no nos olvidemos de los demás trabajadores del futbol: por ejemplo los entrenadores de divisiones juveniles y otras categorias del futbol).


Mi mirada va al corazón de un tema que el fútbol –y la sociedad en general– necesita seguir revisando:El derecho del deportista a ser persona antes que ídolo. Trabajador antes que héroe. Y la exigencia de encarar historias que no le pertenecen, de cargar sueños que no pidió, de sostener lugares que lo desdibujan.


El problema no está en que el futbolista gane dinero o sea admirado. Quiza el problema está en creer que eso lo vuelve inmune. En olvidar que detrás del número en la camiseta, del gol, del error, hay una persona. Y esa persona tiene derecho a ser tratada con respeto. A equivocarse. A dudar. A tener miedo. A tener días buenos y días malos, como cualquier otro trabajador.


El fútbol necesita ser repensado. No desde la nostalgia, ni desde el negocio, sino desde la dignidad. Porque cuidar al futbolista no le quita épica al juego. Le da profundidad. Le da verdad. Y le devuelve al deporte lo que a veces se pierde entre tanta exigencia: humanidad.

 
 
 

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Es un trabajo mal remunerado ya que hay pocos que ganan mucho y muchos que no cobran, al margen que se lo regula desde lo deportivo, quizás haga falta mejores leyes que enmarque el trabajo en sí. Desde lo personal SIEMPRE, y como psicólogos más, debemos preocuparos de la parte humana de TODOS.

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